sábado, 21 de diciembre de 2013

AGRESIONES VERBALES



Una vez más se ha puesto de manifiesto la calidad humana y profesional de nuestros políticos, gobernantes y representantes de la ciudadanía en Parlamentos y Congreso de los Diputados. La actitud y actuación del diputado de Candidatura d’Unitat Popular (CUP) David Fernández en la comisión de investigación sobre la crisis de las cajas de ahorro que se estaba produciendo en el Parlament de Catalunya con la asistencia “voluntaria” de Rodrigo Rato como expresidente de Bankia, el vocabulario utilizado, y las preguntas amenazantes dejadas en el aire, ponen al descubierto, no sólo que dichas castas privilegiadas dejan mucho que desear con respecto a la ciudadanía que representan, sino la brutal y abismal diferencia de condescendencia benevolente que éstos tienen con respecto al resto de la ciudadanía, permitida y bendecida por los presidentes de los propios parlamentos o máximos dirigentes de sus partidos políticos.

Lejos de aprobar, aplaudir o enaltecer la actitud de este diputado catalán hacia uno de los responsables del rescate bancario a que está siendo sometido nuestro país, siento rabia y vergüenza con sólo pensar que personas de esta calidad humana puedan representar a toda una ciudadanía que les mostró su apoyo y confianza en las urnas. Sin embargo, ese sentimiento de rabia y vergüenza no llega a ser totalmente sincero y puro en tanto en cuanto no quede claramente respondida y justificada una pregunta que me ronda por dentro durante bastante tiempo: ¿qué ocurriría si esos insultos, esos descalificativos, esas amenazas hubieran sido realizadas por un ciudadano de a pié hacia ese mismo expresidente banquero, hacia cualquier otro político del partido que fuere o a cualquier otra personalidad que ellos consideraran de relevancia nacional? Nadie ha sabido aún respondérmela fehacientemente, aunque la mayoría de nosotros intuimos la respuesta y las consecuencias de esos actos.

Sin embargo, esas consecuencias se convierten en leves sonrisas consentidas y pequeños asentimientos cabeceados cuando el sentido de esos insultos y descalificaciones viajan en sentido contrario, es decir, de políticos y personajes influyentes (quienes los consideren así o quienes se consideren así) hacia la ciudadanía de a pié, paupérrima y desprotegida ante tamaña élite.
Máximos dirigentes del partido gobernante en España, y la presidenta de “esta nuestra comunidad”, han llegado a llamar terroristas y nazis a personas que ellos consideraban que lo eran tan sólo por el mero hecho de reunirse en la calle y dar a conocer desahucios inmorales e inhumanos, por protestar contra las ayudas a los bancos y la negación de esa ayuda a personas discapacitadas y dependientes, por apoyar una sanidad pública y una educación pública; en definitiva, por tratar de proteger y perpetuar en el tiempo unos derechos sociales adquiridos en las últimas seis décadas. ¿Esas personas deben ser condenadas por haber cometido delitos de sangre intentando tambalear el Estado de Derecho? Si fuera así, ¿qué tendría que haber ordenado del Tribunal de Estrasburgo acerca de aplicar la doctrina Parot a los verdaderos asesinos de gente inocente, es decir, a los verdaderos terroristas? Y de llamarlos nazis, ¡qué decir!. ¿Sáben estos “angelicos” quienes fueron realmente los nazis? ¿Conocen el número de asesinatos cometidos por ellos contra gente inocente cuyo único delito fue haber nacido en una determinada familia, en una determinada calle, en una determinada ciudad o en un determinado país? Pobre gente, tener que aguantar a sus representantes semejantes adjetivos calificativos (descalificativos, diría yo) falaces, dañinos y mentirosos sin ni tan siquiera poder tener la oportunidad de defenderse en los tribunales de justicia, tal y como hacen ellos a la inversa.

La desconfianza de los ciudadanos hacia los políticos está en unos valores que rayan la marginación social, con máximos en desprestigio y nula credibilidad, ganado todo ello a fuerza de corruptelas y actuaciones más propias de regímenes autoritarios que democráticos. La ciudadanía no cree en ellos porque los considera inútiles para el ejercicio del servicio público. La abismal brecha que hay entre los ciudadanos y los políticos queda también patente cuando de agresiones verbales se trata. Ellos la pueden cometer como una función más de su cargo público, sin la más mínima amonestación por parte de gobernantes y poderes públicos. La ciudadanía no puede hacer lo mismo, no tiene el mismo derecho; simplemente no es “políticamente correcto”. Deben callar y agachar la cabeza, asumir su rol de perdedor y agradecer al cielo que las descalificaciones vertidas hacia ellos no hayan ido a más. Saben que bajo ninguna circunstancia pueden defenderse, mucho menos en los tribunales, ya que sus agresores verbales se han encargado de impedirlo con subidas indecentes e inmorales en las tasas judiciales.

No todos somos iguales. Ellos no pueden ganar siempre. No pueden ampararse en sus cargos y su poder para avasallar a la ciudadanía sin que ésta pueda defenderse de sus agresiones verbales. La igualdad es fundamental en nuestra sociedad democrática, y mientras actuaciones como las comentadas se sigan produciendo, el desprestigio que adquieren nuestros representantes tardará décadas en recuperarse, con el consiguiente deterioro social que ello produce. Ellos tienen la última palabra, aunque casi mejor que no digan nada.